Unidad Editorial, 2005. — 196 p. — (Los Grandes Genios del Arte 21).
Nadie mejor que Vasari, siempre inclinado a ponderar sobre todo los progresos artísticos toscanos, para comprender la relevancia y significación de un pintor como Andrea Mantegna, cuyas principales creaciones y logros desgrana en una apretada semblanza biográfica, y de quien llega a afirmar que "las obras que hizo en Mantua... le hicieron ganar tal fama en Italia que en pintura no se oía otra cosa más que el nombre de Mantegna". De esta estimación dan testimonio sus coetáneos Battista Spagnoli, Filippo Nuvolone, Filarete o Giovanni Santi, o más elocuentemente los quinientistas Sannazaro, Ariosto, Castiglione o el historiador Scarderone, llegando su eco entre nosotros a tratadistas como Carducho, Pacheco o Palomino.
Pero más allá del prestigio universal y del reconocimiento social del pintor y retratista de corte, decorador de estancias palaciegas y de capillas devocionales, llamado a Roma por Inocencio VIII y elevado por su virtú desde su condición humilde a conde palatino y caballero de la Espuela de oro, Mantegna es, tanto como Botticelli, Piero o Masaccio, uno de los artistas que mejor encarnan por actitud personal y por la naturaleza de su obra los valores artísticos y culturales de su época, y la sola Cámara de los Esposos del Palacio Ducal de Mantua es suficiente, por su audacia, novedad, invención, concepción perspectiva, significación, calidad plástica y unidad, para asegurarle un lugar preeminente entre los pintores del Quattrocento. No es exagerado afirmar, en suma, que hablar de Mantegna es tratar en esencia de la auténtica concepción renacentista de la pintura.